Enseñé mi pasaporte al oficial y monté en el ferri. Ya desde la cubierta, asomado a la barandilla, pude ver cómo el agua tropezaba suavemente con la chapa del barco mientras los últimos pasajeros subían por la plataforma.

La mayoría eran turistas. Mis hermanas estaban sentadas algunos asientos más adelante, junto con otros dos amigos de su edad. El barco zarpó y poco a poco, el puerto fue haciéndose cada vez más pequeño. Para cuando quise darme cuenta, ya ni siquiera podía verlo. Y entonces, rodeado por el mar, sentí que ese momento y ese lugar, no me pertenecían. No le pertenecían a nadie. 

Tánger y su calor asfixiante se diluían con la brisa refrescante del mar. Desde atrás, vi cómo mis hermanas se quitaban las camisetas, quedándose con el bañador. Ellas también sentían haber dejado Marruecos. Hacían el tonto con esos dos chicos y los cuatro se reían de todo. Parecían estar pasándolo muy bien. En teoría, era uno de esos ferris desde los que se puede ver el fondo del mar, así que fui abajo, pero la cristalera estaba sucia, llena de algas y no se veía nada. Me imaginé a mí mismo al otro lado del cristal marrón verdoso y tuve la sensación de que los peces, más bien, parecíamos nosotros. Personas en una gran pecera que no tenían ni idea de adónde les llevaba la corriente. Pronto, el ferri atracó en Algeciras. Bajé del barco, tomé aire y me estiré. Las gaviotas sobrevolaban la costa en busca de algo de comida.

–¡Kassem! –escuché como gritaban mis hermanas. Me giré y les hice un gesto con la mano. 

–¿Eres subnormal o qué te pasa, tío? ¿Dónde estabas? –me gritó Nadín, la mayor. 

–Nos has asustado, Kassem. No vuelvas a despistarte sin avisar. ¿Lo oyes? ­–me dijo Faïza.

–Perdón. Me había mareado.

–Joder, vamos. 

Era la primera vez que estaba en España. A mis hermanas pronto se les pasó el enfado. En parte porque ellas nunca se enfadan por mucho tiempo, en parte por los otros chicos. Uno de ellos ya había estado en Algeciras antes así que fue él quien nos hizo de guía. Primero fuimos a ver una plaza decorada con azulejos y luego, a la playa. 

Mis hermanas extendieron sus toallas y ellos colocaron las suyas en frente de cada una. Mis hermanas se quitaron la ropa y fueron corriendo al agua. Uno de ellos lanzó su camiseta a la toalla y fue detrás. El otro me miró y mientras se sacaba la camiseta, me preguntó si me importaba quedarme en la toalla, vigilando las cosas. Le dije que no. 

Volvieron después de un rato y se lanzaron a las toallas, llenando la mía de arena. A mis hermanas se les marcaban los pezones, y en ellos, las gotas de agua recalcaban los músculos de sus abdominales.

–¿No tienes calor? –me dijo uno de ellos.

–Joder, sí, quítate la camiseta, anda, que te va a dar algo –dijo mi hermana.

–Es que no encontraba la crema de sol y no quería quemarme. 

–Ven, yo te doy –dijo mi hermana. 

Me quité la camiseta y mi hermana me puso crema en los hombros y en la espalda. La goma del bañador me apretaba y me daba un poco de vergüenza. Unos metros más alla, dos hombres sobre una toalla de arcoíris se daban crema el uno al otro.

–Voy a bañarme –dije. 

–Se te va a ir la crema, te la acabo de poner –dijo Nadín. 

–No te alejes mucho –me contestó la otra. 

Me deslicé suavemente en la orilla. La corriente se iba llevando con cada ola la arena de mi alrededor, hundiendo mis pies y borrando mis huellas. Fui caminando hacia adentro hasta que el agua me llegaba por el cuello y entonces, me agaché y sumergí también la cabeza. El agua estaba clara y en cambio allí, sí que pude ver algunos peces. No sabría decir cuanto tiempo estuve en el agua. Cuando fui de nuevo hacia la toalla mis hermanas y los chicos jugaban a las cartas. 

–¿Se te ha tragado el agua o qué? –bromeó uno de ellos. 

Me reí y me senté en la toalla. Me puse música en los cascos, saqué una naranja de mi mochila y me la comí. Después me tumbé bocabajo y me quedé dormido. Cuando desperté, Nadín, Faïza y los chicos no estaban.  La playa estaba llena de gente. De nuevo tuve la sensación de que aquello podría ser el mar, con sus peces de diferentes colores y tamaños. Los había altos, gordos, flacos, bajitos. Tostados, blancos, bronceados. Con pelo, sin pelo, con el pelo azul. Solos, en familia, con hijos, sin hijos, con amigos, en pareja. Mis hermanas llegaron y me mojaron escurriendo su pelo. A pesar de que estaba sudando el agua me supo fría y grité. Todos nos reímos. 

Fui de nuevo a bañarme y paseé por la orilla hasta el final de la playa. En las rocas, había unos pescadores. Me senté junto a ellos, viendo cómo lanzaban sus cañas. De vez en cuando, alguna gaviota bajaba hasta el suelo en un intento por coger algo de comida de sus neveras. En el agua, había dos chicos bañándose y besándose. Los pescadores comenzaron a hablar entre ellos, pero yo no podía comprender todo lo que decían. Después, uno de ellos comenzó a gritar algo a los chicos. El graznido de las gaviotas me pareció entonces algo más cercano y comprensible para mí que aquellas palabras. Los chicos salieron del agua y se fueron de allí, y yo también. Tenía hambre y no quería preocupar a mis hermanas. 

–Ahí está –dijo Faïza señalándome.

–Joder, tío, avisa si te vas a ir. ¿Es que no te lo hemos dicho antes o qué? –me riñó Nadín.

–Perdón estaba viendo cómo pescaban. 

–Me da igual, te hemos estado buscando. Qué egoísta eres.

–Lo siento. 

–Bueno ya está, déjalo Nadin. Pero espabila, Kassem, que ya tienes diecisiete años. ¿Quieres comer? Nosotros vamos a comer ya –dijo Faïza.

–Vale.

Mis hermanas sacaron la comida y almorzamos. El mayor de los chicos nos invitó a coca-colas frías a todos. Sobre las seis nos fuimos de la playa. Paseamos por el puerto y cuando pasamos por un puesto de granizados el chico le compró uno a Nadín cuando no miraba. Cuando se lo dio, Nadín se ruborizó y le abrazó y se besaron. Faïza y el otro se miraron y sonrieron. Yo también me alegré por ella.

En el muelle, nos sentamos a esperar al barco. Nadin y el del granizado, Faïza y el otro, y yo, solo. Siete minutos antes de que abriesen las puertas del ferri les dije a mis hermanas que necesitaba ir al baño. Cogí el pasaporte de mi mochila, lo metí por la goma del bañador y dejé el resto de mis cosas con ellas. 

–Date prisa, que si no lo perderemos. 

Las miré una última vez y me fui de allí. Estaban felices, guapas, bronceadas. A lo lejos, escuché la bocina del ferri. Pude imaginarme cómo me habrían buscado, qué dirían cuando volviesen a casa, qué pensarían mamá y papá. En el cielo, una gaviota volaba y me pareció escuchar que graznaba mi nombre. Bajó hasta la superficie del agua y atrapó un pez con su pico. El pez, de colores, consiguió escabullirse y saltó de nuevo al agua, refugiándose en la profundidad del mar.

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