Conocí a Amalia la primavera pasada, el 14 de mayo. Me acuerdo porque ese día celebrábamos el cumple de Raúl. Ella y Pablo acababan de mudarse, y pasaron por casa para presentarse. Traían con ellos tiramisú.
Me pareció buena idea invitarles a que se uniesen a la fiesta. Algunos vecinos estaban allí celebrándolo con nosotros y así podrían conocer a más gente. Los acompañé hasta la cocina y dejé la tarta en el frigo. Serví vino para ambos y salimos al jardín, donde estaban todos.
Raúl estaba de espaldas, bromeando con algunos compañeros de trabajo. Lo llamé y cuando se giró, pude ver en sus ojos, aclarados por el sol, esa mirada que pone cuando tiene ganas de follar. Se acercó hasta nosotros mientras daba un trago a la copa de champán que tenía en la mano, enseñando los dientes, que golpearon en el borde del cristal.
–Estos son Amalia y Pablo, los nuevos vecinos.
Raúl se acercó a Amalia para darle dos besos, la saludó y luego estrechó la mano a Pablo. «Son italianos», dije yo, algo que en realidad era obvio, ya que ambos se habían presentado con un ciao. Para entonces, mi marido ya había dado otro sorbo a su copa, y seguía teniendo en sus ojos la mirada del rabo entre las cejas.
–Felicidades –dijeron ellos.
Hacia las dos de la mañana nos despedimos de los últimos invitados. Yo estaba dejando unas copas en el fregadero cuando Raúl me abrazó por detrás tocándome los pechos. Con la otra mano, me metió en la boca sus dedos corazón y anular untados de tiramisú. La tenía dura. «Ya lo limpiará Susi mañana», me dijo. Y follamos.
En esa época estaba atascada con mi novela y salía a menudo al parque. A veces sola, otras veces con Sailor, nuestro perro. Fue en uno de esos paseos cuando me encontré con la Italiana. Habíamos vuelto a vernos un par de veces rápidas después de la fiesta, al salir de casa o desde el coche, y habíamos comentado por encima la idea de preparar una cena en su casa. Ese día, la Italiana formalizó la invitación.
–¡Lucía!
–Amalia, ¿qué tal?
–Muy bien, ¿y tú? –me respondió con su acento italiano–. Oye, pensaba que Raúl y tú podríais venir hoy a cenar a casa, ¿qué te parece?
–¿Te va a dar tiempo a preparar todo?
–Tú no te preocupes. ¿Qué tal a las 20:00?
–Raúl tiene hoy pádel con los chicos pero… sí, venga. Él puede venir más tarde.
–Perfetto –tenía las paletas de los dientes ligeramente separadas y unos grandes ojos color oliva. Realmente era preciosa. Me besó en la mejilla y nos despedimos.
–Ciao, bella.
–Hasta luego.
El resto de la mañana la pasé escribiendo. O más bien escribiendo y borrando. Cuando terminé, había menos que cuando había empezado. Raúl llego de trabajar a eso de las cinco. Yo acababa de salir de la ducha y me estaba probando ropa.
–¿Qué haces? ¿Tenemos algún plan hoy?
–Amalia nos ha invitado a cenar esta noche. Ya le he dicho que sí –le dije mirándole a través del espejo de mi tocador.
–¿Le has dicho que tengo pádel?
–Sí, sabe que llegarás tarde.
–Genial. Pero qué guapa estás con eso, ven aquí.
Estaba de espaldas a él, viendo cómo me quedaban unos pendientes. Él, sentado en el borde de la cama, alargó su brazo para cogerme por las caderas. Me mordió suavemente el culo por encima de la ropa y me dio la vuelta. Tanteó mis curvas, y con su dedo índice hizo caer uno de mis tirantes, que se deslizó por el hombro hasta destapar uno de mis pechos y comenzó a besarlo. Mi cabeza se meció hacia atrás, entreabriendo mi boca, dónde el introdujo uno de sus dedos. Hizo lo mismo con el otro tirante. El vestido cayó hasta mis pies y tuvimos sexo.
Antes de salir de casa, cogí de la bodega un par de botellas de vino. A Raúl le gustaba el vino caro, pero no sabía diferenciar un buen vino de uno malo; le gustaba eso, el vino caro. Fue Pablo quien me abrió la puerta.
–Lucía, ¡estás preciosa! –nos besamos y le di las botellas de vino– Oh, no hacía falta, grazie mille –dijo mientras las miraba–. Ven, te enseño la casa. La ha decorado Amalia, ¿sabes?
La entrada era imponente. Una cómoda baja de madera maciza reinaba en la estancia. Sobre ella, una lámpara de cerámica verde y en la pared, un gran espejo. Junto al mueble, en el suelo, tenían colocado un jarrón dorado adornado con plumas de pampas blancas. En la otra pared, colgaba un lienzo enorme con unas figuras negras en un estanque. La Italiana tenía un gusto exquisito y extravagante, bohemio, como ella. El salón era igual de bello y exótico, con máscaras africanas y un macetero gigante de Estrelitzia, la flor del paraíso. En la cocina, Amalia terminaba de aliñar la ensalada. Olía de maravilla, a albahaca fresca y pesto. La italiana estaba preciosa. Llevaba un vestido largo suelto rojo y negro, y la melena sin recoger, desaliñada, salvaje.
–¡Estás bellísima! –dijo cogiéndome de la mano como para sacarme a bailar.
–Gracias, ¡y tú!
– ¿Vino? –dijo Pablo mientras descorchaba las botellas.
–Sí, por favor –respondí. Amalia ya tenía una copa servida.
La mesa estaba puesta en el porche, con velas y flores. Amalia y yo salimos, Pablo se quedó en la cocina terminando de preparar algo.
–Tenéis una casa preciosa. Pablo me ha dicho que la has decorado tú.
–Ay, grazie. Bueno antes trabajaba diseñando interiores pero ahora ya solo pinto –dijo modestamente.
–¿En serio? Me encantaría ver alguno de tus cuadros.
–Sí, claro. Luego puedo enseñarte algunos. ¿Viste el de la entrada?
–¿El del estanque?
–Sí. ¿Te gustó?
–¿Es tuyo? ¡Mucho! Me he fijado en él, tiene algo muy especial.
–Es muy nostálgico, ¿verdad?
–Sí, justo –le dije yo. A la luz de las velas estaba todavía más guapa. Era una mujer superlativa.
–¿Más vino?
–Por favor.
Raúl no tardó en llegar. Traía consigo una botella de Moët, diciendo que era lo primero que había pillado. Realmente era un cretino. Nos sentamos los cuatro a la mesa y Pablo propuso que brindásemos. La Italiana, con su acento, dijo, «por nosotros» y chocamos nuestras copas.
–Mmm… qué buena está la ensalada, Amalia –dije.
–¿La has hecho tú? –preguntó mi marido– está deliciosa.
–Grazie, bello –contestó ella.
–Yo siempre digo que Amalia es quien mejor las aliña. Ella sabe la cantidad exacta de cada cosa, del aceite, el vinagre, los piñones… –dijo Pablo.
–No sé… ¡puede ser! –bromeó ella–. El horno ya tiene que estar, voy por la focaccia.
–Menuda pinta, Amalia –dije.
–Es una receta de mi nonna, ¿sabes? A Pablo le encanta. No sé, a ver qué tal.
–Esto está espectacular –dijo Pablo– No dejéis que su falsa modestia os engañé, ella sabe que es una experta jodiendo paladares. ¿Se dice así? –bromeó haciéndonos reír.
Pablo y la Italiana se miraban con ternura. Yo la miraba a ella y a mi marido. Los tres la mirábamos a ella. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que él también estaba fascinado por Amalia. Los únicos que parecían no saberlo eran los Italianos. En el fondo, a mí me daba igual, era un cobarde para hacer nada. En el postre, Pablo sugirió a Raúl bajar al sótano para enseñarle su colección de puros habanos. Amalia y yo nos quedamos a solas.
–No has probado el tiramisú –me recriminó con una sonrisa.
–¡Estoy llenísima! Nos habéis agasajado –le agradecí yo.
Y en ese momento, mirándola y embriagada por el vino, imaginé cómo era la italiana quien untaba sus dedos en la tarta y me daba a probar de su mano. Debió de leerme el pensamiento, porque cogió un trozo con su cuchara y la acercó hasta mi boca, y después me besó. No se lo conté a Raúl. Esa noche, en casa, no pude sacarme de la cabeza el cuadro de la entrada, el de las figuras y el estanque.
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