Es la primera vez que paso más de una hora a solas desde el accidente. No me gusta que me visiten cuando estoy enferma, porque me doy asco. Estoy entumecida de pasar tanto tiempo en la cama y me duele la mandíbula de tanto apretar los dientes. Sé que luego me tocará ducharme. Las enfermeras vendrán y me acompañarán al baño, para sentarme en la silla blanca de plástico frío y agujeros, por donde se cuela el agua. Mi vida está llena de huecos. Mi cuerpo es un lugar triste y húmedo que jamás volverá a ponerse de pie por sí solo.

Todo aquí es deprimente; incluso la estúpida televisión, con ese ridículo tamaño. Los dibujos de mis sobrinos me hacen sentir todavía peor. Tengo la horrible sensación de que cuando alguien abra la puerta, la habitación también acabará por absorberle. Como un colador cuyos orificios son tan grandes como un agujero negro, capaces de terminar con todo aquello que se ponga por delante; sin prejuicios, ni complejos.

Si pudiera me acercaría a la ventana para ver los lirios blancos colgando de las paredes y el prado verde. Pero no puedo. No puedo porque no puedo moverme, y porque además, no es primavera. Tan solo es un día gris de invierno, afuera llueve y ni tan siquiera eso puedo verlo desde aquí. Sé que llueve porque escucho la lluvia golpear la ventana. A mi sobrino Marcos le encanta hacer carreras con las gotas que se amontonan en la ventanilla del tren. Y a mí, me encanta jugar con él.

En la butaca de al lado de la cama, una manta beige y el periódico de ayer. Debajo, las zapatillas de casa que usa mi madre por las noches. Cuando viene lo primero que hace es abrir la ventana, como si ella misma supiese que si no, también se la tragará esta atmósfera. Como si me supiese capaz de arrastrar a toda la familia conmigo. Dice que el olor a antiséptico le carga la cabeza. El sonido del fluorescente blanco parpadeando y el gotero matan el silencio entre las dos cuando callamos, y a veces, lo prefiero. Desearía tener un compañero de habitación, alguien que hablase todo el tiempo solo para no tener que escucharme. Es asombroso que no nos quedemos sordos escuchándonos a nosotros mismos.

Puedo oír voces en el pasillo. Las enfermeras abren la puerta, ya es la hora de ducharme. Me gustaría poder instalarme en el hueco de debajo de la cama y que nadie pudiese encontrarme. A Marcos, le encanta jugar al escondite y escurrirse por todos los recovecos de la casa.

– ¿Lista, Ana?

– Sí.

Las enfermeras me levantan y con la silla de ruedas me empujan hasta el baño. El asiento de la ducha como siempre, está helado. El agua empieza a deslizarse por mi cuerpo como las gotas por la ventana del tren. Y yo, por el agujero del desagüe solo puedo ver a Marcos salir disparado por el hueco de la ventanilla del coche una y otra vez.

 

 

Gracias a mis compañeros de la Escuela de Escritores por ayudarme con la corrección.

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