Cargamos las maletas en el maletero y nos montamos en el coche. Mi padre y mi abuela, adelante. Mi tío (su hermano) y yo, atrás. Suena Whatever de Oasis. Mi tío y yo la cantamos.
— ¿Qué te sostiene cuando se pierde la fe?— le pregunto.
— Nunca perdí la fe, sobrina—me dice–. Y en los momentos en que estoy triste lloro un poco solo. Cuando no pude hacer más, cuando no puedo ayudar más de lo que a mí me gustaría. Pero incluso Jesús tampoco pudo hacer todo lo que a Él le hubiera gustado. Pienso en eso, y a veces hasta canto una jota— cuenta con su acento entre venezolano y mexicano.
— ¿Cómo decías esta mañana, abuela?
— ¡El que canta, sus males espanta!— dice riendo.
— Yo te admiro por hacer lo que haces— le digo a mi tío.
— Mucha gente me lo dice, pero yo no sé hacer otra cosa. No podría. A mí me parece lo más natural— explica él con honestidad—. Pero eso no significa que todo el mundo tenga que hacerlo. A cada uno de nosotros Dios nos pide una cosa. Cada uno tiene su misión. Cada uno a su manera puede dejar el mundo un poquito mejor. Algunos ayudarán en su barrio, otros lo harán en una escuela, otros podrán ser músicos. Y habrá quienes por ejemplo, dejen como legado una familia, esa será su obra.
— Que cada uno sea una nota en la partitura.
— Eso es. Una nota en la partitura del Señor.
— ¿Y cómo sabe uno qué lugar tiene que ocupar?
— Eso lo va descubriendo uno poco a poco, Paula —me dice suave—. Lo que uno no puede hacer es tratar de ser alguien que no es. Cada uno recibimos nuestros dones. Es el regalo que nos da el Señor.
— Cada cual tiene los suyos y ha de ser capaz de confiar en lo que todos llevamos en el corazón. Para amar.
— ¿Qué es amar para ti?
— Amar es entregar. Dar lo que uno tiene, dar un abrazo, regalar una sonrisa, ayudar.
Mi tioabuelo es misionero en Venezuela. Ha pasado los dos últimos meses en España. Visitando a la familia, otros párrocos, amigos de Málaga, donde vivió durante un tiempo. Mañana coge un vuelo desde Madrid y en principio, no volverá a España hasta dentro de dos años.
Llegamos a la estación. El sol se agacha detrás de las vías y dibuja en el horizonte un atardecer rosado. El resto del cielo está gris, custodiado por nubes densas y pesadas que descargan una llovizna suave.
— Llora porque te vas— dice mi abuela.
— Málaga también lloró ayer— le contesta su hermano (mi tío).
Cogemos las maletas y esperamos en el andén. Apenas estamos 10 personas. Tres chicos jóvenes, un padre con su hijo pequeño, y la abuela de este. El tren se asoma a lo lejos y los hermanos se despiden. Se abrazan y besan, y yo les fotografío. Les pido que repitan, que aguanten el abrazo. Hay poca luz y el obturador captura despacio. Necesito tiempo. Todos necesitamos tiempo. Los andenes y las despedidas no entienden de esto. Se ríen, me miran, y vuelvo a tomarles otra foto.
Abrazo a mi tío, y después se despide de mi padre. El tren llega.
Mi tío sube, Papá le ayuda con las maletas y buscan asiento. Saco la cámara de vídeo para grabar. Sin batería.
Uno desde la puerta del vagón, y la otra en el andén, los hermanos vuelven a despedirse.
— Cuídate, hermano.
— Que Dios les bendiga— nos desea él.
Suena el pítido y las puertas se cierran. El tren arranca y desde afuera le decimos adiós con la mano, aunque él no nos mira, sigue colocando el equipaje. El tren va casi vacío. Me parece una imagen triste, no sé por qué. Mi abuela también se fija y lo dice. Creo que a ella también se lo parece.
— Qué vacío va el tren.
Los tres miramos como se aleja por las vías.
— Si Dios quiere nos veremos en dos años—nos dice, se dice, mi abuela— Aunque ahora por lo menos nos vemos por el móvil. Pero claro, no es lo mismo.
Nos montamos en el coche y nos reímos de los malabares que hace mi abuela para subir. Lleva una falda larga y estrecha y tiene que remangarse para entrar.
— Estoy mayor pero ahora me caigo menos cuando voy a andar— me dice—. Desde la última vez que me caí ya me caigo menos. Entendí que de mente quería correr más de lo que podían mis pies.
No se puede ser más guapa, pienso.
A mitad de camino la escucho hipar y la miro. Llora en silencio. Le agarro la mano y ella aprieta la mía.
— No te lo guardes— le digo.
— Es una cosa que te alegra, pero te duele, ¿sabes? Los afectos duelen. Las personas a las que queremos también nos duelen. Pero ha sido mi cumpleaños y he podido verlo. Me duele el corazón— me dice.
Agarro más fuerte su mano y apoyo mi cabeza en su hombro. Yo también me emociono y lloro. Ella respira hondo y poco a poco va calmándose. Nos veo desde fuera. Es una escena preciosa. Respiro ese momento y vuelvo al abrazo. Es cierto: a veces duele.