En el parque, el sol se cuela entre las ramas de los plataneros que perfilan el camino. Y más que caminar por allí, paseo por el atardecer. Es un lugar donde los niños corretean y tropiezan, y los perros persiguen a palomas que no se dejan atrapar. En el estanque, un cisne valsea sobre el agua.
Avanzo despacio, mis pies acarician el suelo, besan la arena que ensucia los dedos al descubierto por las sandalias. De vez en cuando, una piedrita se sube a la pala, colándose por el hueco entre la suela del calzado y la planta de mi pie, para segundos más tarde, abandonar la marcha por el lado contrario.
Como un polizón en buque a la deriva que decide por determinación propia, abandonar la tripulación que un día él mismo quiso atracar. Y termina tirándose por la borda ante el incertero rumbo que toma el navío.
A mi baile, las abubillas que descansan en el suelo dan saltitos y se alejan asustadas. Yo también soy polizona: represento una amenaza hostil todavía sin identificar. Y su desconocimiento ante mi condición de extraña es para ellas la bandera roja, el aviso de un incipiente peligro que las pone en alerta. Retroceden y avanzan, se acercan y reculan, curiosas, sin perderme de vista. Soy una intrusa que profana su territorio.
Así me siento, extranjera. Como si acabara de llegar. No aquí, no ahora, pero como si viniera de algún otro lugar, uno lejano. Como si todo estuviera por descubrir. En el estanque, el cisne desaparece entre los juncos. En la ribera, unas calas se yerguen imitando el cuello del ave, caprichosas. También algunas flores conocen la vanidad. Unos metros más a la derecha, un pavo real despliega su cola. Ante mí la vida. Un abanico infinito de posibilidades.
Paula Lozano 