Y por fin, el tren entró en Atocha. María Luisa fue directa al bar de la estación. Le encantaba desayunar ahí y observar a todos cuantos pasaban por allí. Además, se podía fumar dentro. Pidió cuatro solos con sacarina.
– ¿Le importa acercármelos? Gracias.
Pagó en monedas de veinte céntimos y se sentó en la mesa alta en la esquina, al lado a la cristalera. Era un sitio estratégico: como estaba junto a la pared, podía abandonarse a desayunar sin tener que preocuparse por los carteristas. No estaba como para que le robasen el bolso. Y mientras esperaba a su desayuno, fumó. Fueron dos ducados rubio. María Luisa solo fumaba cuando tomaba café, le ponía muy nerviosa. Y María Luisa tomaba mucho café.
Esa mañana, María Luisa se había despertado a las cinco. Tenía que salir de casa si quería llegar con tiempo a la estación para coger el avant que salía a las seis y media. Le gustaba llegar diez minutos antes para poder tomarse dos cafés y fumar un cigarro antes de subir al tren.
– Aquí tiene. Con sacarina, ¿verdad?
– Muchas gracias.
Echó la sacarina a cada café y cuidadosamente removió cada uno con su cucharilla. Odiaba que el café se derramase en el plato. Y también odiaba a la gente que bebía agua en taza. Tomó uno de los cafés, dejando marcado en la taza el rojo de sus labios. Sorbió el segundo y se pintó los labios. Ya eran las 8. Terminó los otros dos, volvió a dibujarse los labios y se marchó.
Con el billete de tren, validó su CombinadoCercanías. Con lo que costaba el tren, qué menos que regalar un viaje de cortesía, pensaba ella. A esas horas, el andén 7 siempre estaba lleno de estudiantes universitarios. Pero María Luisa ya tenía calculado que si subía por la altura de las escaleras del final del andén, encontraba sitio. En esa zona estaban todos los fumadores.
Al contrario que a la mayoría, le gustaba sentarse en sentido contrario y poder ver todo lo que iba dejando atrás desde la ventana. Cuando era pequeña y tenía que viajar en autobús odiaba el sitio de la ventana. No podía aborrecer más esas ridículas cortinas plisadas, le parecían un hortera hervidero de gérmenes.
Tren con destino: Parla. Próxima parada: Las Margaritas – anunciaba una voz. Hace poco, había leído un artículo de una tal María Jesús, Chusa, que había sonorizado la megafonía del metro de Madrid y se preguntó si sería ella. María Luisa se bajaba en la siguiente parada, Getafe Central. Allí debía coger el metro sur hasta la parada Arroyo Culebro.
Al salir del metro, se dirigió al bar Milenio, en Fuenlabrada. Un sitio cutrísimo. Y fumó y bebió otros cuatro cafés -de dos en dos- que volvió a pagar con monedas de veinte céntimos mientras esperó a un taxi. Los taxis siempre le habían parecido carísimos. En otras ocasiones, haciendo el mismo recorrido, había preferido ir andando y ahorrarse el viaje pero ese día en concreto llovía, y Maria Luisa llevaba unos nuevos tacones que no quería estropear con el barro.
– Buenas, señora. ¿A dónde vamos? – le preguntó el taxista.
– Al polígono Cobo Calleja, por favor.
– Cobo Calleja. ¿Cómo llueve, eh?
María Luisa odiaba muchas cosas, y entre ellas, estaba hablar del tiempo. ¿Pero acaso le quedaba otra? La idea de que a alguien le pudiese resultar grosera le parecía mucho peor.
– No se imagina cuánto.
– ¿Qué, usted también tiene un negocio?
– ¿Cómo? – respondió distraída.
– Que si usted también tiene una tienda y va a comprar al por mayor.
– Sí. Soy diseñadora de vestidos de novia.
– Ah… Qué guapo. Mi parienta y yo queremos casarnos pero la verdad es que con la crisis y tal está un poco complicao´.
– Sí, la verdad es que sí. Las bodas cuestan mucho.
– Bueno, jefa, ya estamos. Serán 12,80.
– Solo traigo un billete de 200, ya lo siento. ¿Le importa si le pago en monedas?
– Sin problema, jefa. La próxima vez cuando llame avise de que necesitará cambio o datáfono.
– Sí, ya me perdonará. Aquí tiene, gracias.
Se pintó los labios y bajó del taxi. Por fin, había llegado. El paraíso de Cobo Calleja, su pequeño gran secreto. María Luisa regentaba un pequeño negocio de vestidos de novia en Valladolid desde hacía 32 años. Ahora, sobrevivía gracias a las bodas rumanas y gitanas, o como ella prefería llamar “bodas del este”. Una vez al mes, realizaba este recorrido para surtirse de los grandes almacenes chinos, donde compraba los vestidos que más tarde tunearía al gusto del cliente.
Le esperaba una larga mañana, pero ella era incansable en la búsqueda de telas. Su primera parada: Vestilino. La última vez había encontrado buenas prendas allí y el chino del meñique con la uña larga no le había cobrado el IVA. María Luisa lo tenía muy claro: si los políticos defraudaban, ella también.
Segundo viaje en tren en 48 horas?Estas On Fire!!!!
Por cierto hace mal tiempo para casarse!!!!🙃
Ahi tienes mi LIKE!!!👍
Me gustaMe gusta