Esto no es un relato, simplemente un encuentro en Lavapiés que podía haber ocurrido en cualquier otro lugar, incluso uno exótico. La ilustración en la cabecera es de Vanesa Martínez (uve.uvem)

Una vez quedé con un tío de Tinder. Creo que era martes, y que era abril. Quedamos a las 18:00 en Lavapiés. Yo cogí el metro hasta Embajadores y ahí cambié a la línea amarilla. Haría frío, o quizás no me apetecería andar. Si hoy quedase con alguien en Lavapiés iría dando un paseo, pienso. Mientras iba en el metro me eché una foto para mandársela a mis abuelos, porque me había cortado el pelo esa misma mañana. Busco la foto. Sí, era 3 de abril, miércoles. 

Él pidió un vermú y yo pedí una caña. A los diez minutos de sentarnos en la terraza tuve que ir a comprar tabaco porque estaba nerviosa y aunque estuviese resfriada y me doliese la garganta en aquella época fumaba, no tenía tabaco y necesitaba fumar. Él puso mala cara, pero para entonces, yo ya tenía mi paquete de Marlboro Touch y ya podía fumar. Y fumé.

Él no fumaba pero, a priori, los dos teníamos algo en común: ambos trabajábamos de profesores de inglés ­–él dedicándose por completo a ello; yo parcialmente dando extraescolares– y a los dos nos gustaba el cine. Hasta ahí todo bien. Pero entonces comenzó a hablarme de su trabajo. De que no soportaba a sus compañeros y de que todos los niños le parecían fotocopias los unos de los otros, y de lo previsibles y poco originales que eran. Y yo me pregunté que con qué tipo de niños trabajaba, porque hasta donde llegaba mi experiencia no había nada más lejos de la realidad. Para mí, cada día con los niños era distinto y nunca sabía por dónde me iban a salir. Le pregunté que entonces por qué trabajaba de eso si no le llenaba. A lo cual me respondió que era porque era un hedonista, que le gustaba poder comprarse vinilos y experiencias y viajes con sus sueldos. Yo hace un año sabía todavía menos que ahora de la vida, pero lo suficiente como para comprender que no quería eso para mí. 

Luego paso a hablarme de lo que entonces di en llamar “Capitalismo romántico y supremacía de lo exótico”. De que había estado con una mujer asiática, y también con una estadounidense y con una brasileña. Y también me contó cómo en una ocasión había tenido una cita con una mexicana y cómo le había resultado bastante «limitada», intelectualmente hablando. Y cómo esto había hecho que se preguntase si todas las mexicanas eran así. Y yo por entonces tampoco había viajado –ni todavía lo he hecho– ni a ningún país asiático, ni a los Estados Unidos, ni a Brasil, ni a México, pero ya en su momento me pareció que este tipo coleccionaba nacionalidades y consumía relaciones. Nunca habría para él ninguna persona lo suficientemente buena, porque siempre habría de soñar con algo todavía mejor, con un país todavía más exótico por conquistar. Todo esto de las nacionalidades vino a colación (expresión que empleaba él) de que sus padres nunca habían aceptado sus relaciones. 

Después del tema de las nacionalidades me disculpé y entré en el bar para ir al baño. Entonces ya llevábamos él dos vermús y yo tres cañas (bebo muy rápido) y me hacía pis. Estaba sucio y no me apoyé para mear. 

Me senté y me encendí un cigarro. Me preguntó si me había lavado las manos y le dije que sí, (era verdad), que no con jabón pero sí con agua. La camarera vino y pedimos otra copa (la tercera ronda, creo). Y siguió hablándome de sus padres. De que su relación con ellos no era como a él le hubiera gustado, porque venía de una familia de pueblo y sus padres no eran todo lo intelectuales que a él le gustaría, y en otras palabras mucho menos agradables, me dijo que no podía empatizar con su madre porque le parecía “limitada”, de nuevo, intelectualmente hablando. Y que para que a él una persona le aportase, tenía que ser algo más que simplemente una “buena persona”. A esas alturas de la conversación yo seguía (y sigo) sin saber mucho de la vida, pero sí lo suficiente como para saber que la cita para mí había acabado. Me alegré de que no nos hubiese –o no le hubiese– dado tiempo a hablar de cine, porque creo que me hubiese quitado las ganas para siempre de seguir yendo a los ciclos de cine independiente de la Filmoteca. 

Terminó de hablar, y me dijo que le gustaba de mí que miraba a los ojos al hablar, y que le había parecido una tía… cuál fue la palabra que usó… una tía rancia del norte: seria y seca. Y me reí.  

Al despedirnos, le di un abrazo. Se sorpendió. Por su cara, sé que tuvo que pensar que estaba falta de cariño. Pero tuve que dárselo, lo sentí así. Y ahora sí, algo ebria, volví a casa caminando, dando gracias por todas las cosas buenas que había en mi vida. 

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s