Nico y yo tomamos el colectivo a las doce y estaba refull. Dentro hacía calor y la gente sudaba y te golpeaba con sus cacharros cuando el conductor tomaba una curva. Era infernal. 

–Papá ¿cuándo llegamos?

–Solo nos quedan tres paradas. Cuando esa flechita dé tres saltitos, ya habremos llegado –le dije señalando la pantalla.

–¿Y cómo es la playa, papá?

–Bueno, la playa es… es como una pileta enorme. ¡La pileta más grande del mundo! Y tiene arena, y podés tumbarte donde querás, y jugar con los otros nenes en la orilla. Y bañarte y surfear. Está re bien. Mirá, ya llegamos. Vení, dame la mano. 

–¿Y no podemos ir a una pileta normal? Mamá siempre me lleva a la pileta de la casa de su amigo. ¿Es mi amigo ahora también, sabés?

El médico, su pileta y su madre me rompían las pelotas. 

–Bueno ahora estás con papá. Mamá y su amigo el doctor amor no saben divertirse tanto como tú y yo, ¿sabes? –le dije mientras buscaba una tienda– Nosotros vamos a una pileta que es mucho más divertida dónde podemos construir castillos y torres. Mirá, ahí está. 

Mi hijo me seguía el paso corriendo, dando saltitos con sus piernas cortas. Compramos unas palas y cubos para jugar y bajamos a la playa. Cuando Nico pisó la arena puso cara como de chupar un limón. 

–¿Qué? ¿No es genial, Nico? Olé, aspirá cómo huele. ¿No os sentá re bien?

–No sé si me gusta mucho esta pileta, papá. 

Y entonces me acordé de la primera vez que yo fui a la playa. El mar, en toda su intensidad, la brisa, el agua salada, la brisa levantando la arena, el agua llena de algas, la gente levantando la arena jugando, las algas acechándote bajo el agua, la arena subiéndose por la toalla, las algas pegándose a tus piernas. Ah, era magnífica la playa. También yo de pequeño pensaba como vos Nico, también yo prefería la pileta, pero la plata no alcanzá para todo. Pero vos sos pequeño y eso no hace falta que lo sepás todavía. 

–Vení acá, sacate la camiseta. 

–Tenés que ponerme la crema, papá. 

–Ya lo sé, hijo. Parecés mi viejo, vení. 

–Tenés que ponerme también en las orejas. 

Unté sus orejas en la crema y nos fuimos al agua. Nos divertimos muchísimo, hacía tiempo que no la pasábamos así. Más tarde llegaron los chicos con sus hijos y nos juntamos todos. «¡Nico, Matías!», nos gritaron. Lucas corrió hasta nosotros llenándonos de babas y arena. A Nico le encantaba Lucas, y a mi me encantaba lo que estaba viendo a distancia, la nevera portátil azul y blanca, mi salvavidas y Santiago tan redondito como siempre, mi flotador. Montamos las carpas con sus mesas y sus sillas y preparamos la barbacoa. Los niños y las mujeres se alejaron un poco hasta la orilla, ellas a broncearse y cuidar de ellos, y los pibes a jugar a empalarse unos a otros. 

–Mirá el papá prodigioso. ¿Qué, cómo lo llevas? –dijo Santiago riéndose. 

–Estoy del médico amigo de mamá hasta el orto. Mírame, llevo una semana con el nene y ya no puedo más. 

–Tenés cara de necesitar una cerveza. 

–Gracias –le dije sorbiendo la lata fresca–. El pibe me tiene fatigado. Los hacen enérgicos hoy en día, ¿eh?

–¿Y pudiste ver a la mina aquella que me contaste? 

–Nico y yo quedamos el otro día para tomar un helado con ella pero después nunca volvió a contestarme. ¡La piba huyó, simplemente desapareció! No te riás de mí… ¿No te doy pena?

–No me das ninguna pena, boludo. Vos quedate tranquilo, mi abuelo es re feo y tuvo familia, vos tranqui que nadie queda solo. Y relajate, Nico te adora.

Seguimos compartiendo la cerveza y hablando de fútbol. Esa noche había clásico, River contra Boca. En una de estas vino Nico corriendo agarrándose la colilla. 

–¡Papá!, me hago pis. 

–Andá, meá en el agua.

–Pero mamá dice que no se puede soltar el pis en la pileta. 

–Pero está pileta es enorme y aquí no está mamá. Andá, tirale, no pasa nada. 

Y Nico se fue corriendo al agua y mis amigo se rieron. «Sos un padre genial», dijo Santiago, «el pibe salió a vos». Y el resto preguntó por qué. 

–Dios, ¿no la sabeis? Dale, Mati, contalo, contá lo de la pileta.

Siempre hay alguien que tiene que sacar la mierda a relucir. Da igual si está la mina que me tiene loco si estamos en una boda o en un funeral, siempre tiene que haber algún pelotudo que venga «Dale, Mati, contalo, contá lo de la pileta». Y yo aunque siempre fui un pibe tímido lo cuento, porque con el tiempo aprendí que si lo cuenta otro resulta peor, más exagerado y las dimensiones de la historia adquieren un tamaño que precisamente a mí no me favorece. Así que lo conté.

Cuando era pequeño, en verano mi mamá y yo siempre íbamos a casa de la tía Mercedes por las tardes. Creo que era la hermana de la mamá de mi papá o algo así, pero nunca supe ubicarla bien. La tía Mercedes estaba sola y tenía una casa enorme con una pileta para ella sola. Tenía familia sí, pero en las vacaciones siempre se iban a viajar a Europa, y mi mamá y yo íbamos todas las tardes para hacerle compañía. Bueno, la verdad que era mi mamá quien iba a hacerle compañía. Yo iba por la pileta, y porque mi mamá me llevaba porque era un niño y no tenía edad para estar solo. «Acordate, vamos a visitar a la tía, no vamos solo por su pileta», me decía siempre.

Un día yo estaba jugando en la pileta y no podía aguantarme más y me la hice encima, no en el bañador, pero sí dentro del agua. Y en una de estas se acercó la tía Mercedes para darse un baño, y me dijo: ¿Matías, cariño, con qué jugás? Y cuando se acercó vio el bulto marrón flotando casi se le corta la digestión. «¡Pelotudo! ¿pero qué hiciste, te cagaste?». Entonces mi mamá se acercó corriendo a la pileta y con la redecilla de limpiar las hojas y la porquería pescó el sorete y me sacó del agua. Mi mamá siempre dice que la tía Mercedes quedó escandalizada y que por vergüenza, nunca más fuimos a su pileta. 

La historia hizo estallar a todos de la risa. Y yo como siempre intenté restarle importancia. 

–A día de hoy me sigue avergonzando, obvio. Pero siempre hay algún boludo como este que me hace contala para echarse unas risas a mi costa –dije señalando a Santiago, rojo como un tomate de reírse–. ¡Ya nadie en toda la Argentina va a invitarme jamás a su pileta! 

–Tranquilo Mati, cuando sea rico y yo tenga una te invitaré a mi pileta –se rió Santiago–. ¿Qué, comemos? Esto ya está. Andá a llamar a los chicos. 

En el sector de la orilla todos fueron corriendo a la mesa bajo la carpa, para hincarle el diente a la barbacoa. Nico, mi hijo, se levantó de la arena y con las manos separadas de su cuerpo como quien esta manchado de barro y no quiere mancharse la muda limpia se me quedó mirando con cara de preocupación y la nariz arrugada por el sol. 

–¿Vos sos feliz? –le pregunté.

–Sí, pero tengo una infelicidad –me contestó él. 

–¿Cuál es?

–Se me mete arena en el culo. 

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s