Había estado diluviando toda la mañana. La lluvia, que horas antes empapaba su pelo cobrizo y hasta su espalda, dejaba lavado el cielo de Madrid aclarando la contaminación que, pocas semanas atrás, había sido discutida en Bruselas.
Eran las doce menos cuarto y el grupo turístico llegaba a la última parada del tour, la Plaza de Oriente, donde la guía se dispuso a compartir las últimas explicaciones a los pies del monumento a Felipe IV. Habló de las estatuas de la plaza, de su historia, del rey Mohammed I. Cuando terminó, el grupo entero aplaudió y la guía dio las gracias y comenzó a cobrar los donativos. Había estado magnífica, pero Begoña solo podía permitirse darle cinco euros, y esa era la cantidad exacta que tenía pensada desembolsar. Ya había gastado mucho dinero en free tours.
–Solo tengo cincuenta. ¿Tienes cambio? –le preguntó Begoña mientras extendía el papel naranja.
–Deja que mire –respondió la guía con una sonrisa y sabiendo de sobra que tenía cambio. Tomó el billete y le preguntó–. Diez, ¿verdad?
–Sí –contestó Begoña.
Siempre había evitado las confrontaciones, aunque eso supusiese, en ocasiones (no pocas), renunciar a su voluntad. A lo largo de su vida, había ido buscando la aprobación de los demás: primero, de sus padres; más tarde, de sus amigos y profesores y demasiado pronto, de cualquiera. Begoña sonrió, dio las gracias, y sacó de su anorak la bolsa de plástico de la compra. La extendió en las escaleras del monumento y se sentó encima. Desde ahí, vio como el corro se dispersaba por la plaza. Las nubes, ya lejos, habían dado paso a unos tímidos rayos de sol que calentaban su rostro. Era 21 de diciembre, solsticio de invierno. «Ya solo quedan tres meses para la primavera», pensó ella.
Era la tercera vez del mes que hacía una de esas rutas. Begoña había vivido en la capital desde muy pequeñita, pero un fin de semana, casi sin darse cuenta, terminó acoplándose a uno de esos tours después de haber ido al mercado. Fue hace dos sábados, en el Barrio de las Letras. «Nunca terminarás de verlo», le había dicho su abuelo en una ocasión refiriéndose a Madrid. Y ella, conforme pasaba el tiempo, consideraba que tenía más razón. La Plaza de Oriente estaba como siempre. Los turistas iban y venían de un lugar a otro, haciéndose fotos con sus paloselfis. A Begoña le gustaba saberse anónima entre los desconocidos. Jugaba a imaginarse sus vidas, y se quedó allí sentada en las escaleras durante un rato.
Cuando vio que ya eran las doce y cuarto, fue al mercado. Debía darse prisa si quería que le diera tiempo a pasar también por la mercería. Tenía un par de arreglos pendientes que pensaba remendar esa misma tarde. Necesitaba unos botones nuevos para el abrigo de Ramón, goma y tres cremalleras.
Descargó la compra, guardó los botones, la goma y las cremalleras en el salón y se lavó las manos. Ramón y Julio todavía no habían llegado del fútbol, así que todavía le quedaba un rato. Haría un estofado de ternera. Puso el aceite a calentar con un par de dientes de ajo y la carne, y comenzó a cortar los pimientos. Los echó al fuego y siguió con la cebolla, que la hizo llorar. Echó la cebolla y el tomate, y removió. Mientras daba vueltas al sofrito, por la ventana vio caer unas albóndigas con salsa al patio interior. Cerró la ventana, le puso la tapa al fuego y fue al salón a comenzar con sus labores de costura.
A mitad de cremallera, llegaron Ramón y Julio, celebrando la victoria del equipo. Ramón sacó una lata de cerveza del frigo y se sentó en el sillón a esperar la comida. Julio cogió su PSP, se puso los cascos y se tiró en el otro sofá. Habían dejado la entrada llena de barro.
–Me habéis dejado el suelo perdido. Quitaos las botas, anda –regañó Begoña con hastío.
Padre e hijo se miraron las suelas y se quitaron las botas, que Begoña sacó a la galería. Las limpiaría por la tarde. Puso la mesa y los llamó a comer.
–¿Te saco otra cerveza? –le preguntó a Ramón. Este pegó el último trago a la lata y asintió.
–Esta mañana he visto como caían unas albóndigas por la ventana.
–¿Qué dices? –preguntó Ramón con la boca llena y sin dejar de comer. Julio, que seguía con los cascos en la mesa, ni siquiera la había escuchado.
–Sí –contestó Begoña esperando que la anécdota levantase un mínimo interés en su marido. Algo que no ocurrió–. ¿Está rico?
–Un poco soso.
– Soso… ¡Unas albóndigas por la ventana, Ramón! ¡Unas albóndigas! ¿Es que no te das cuenta? –gritó encolerizada golpeando la mesa.
Julio levantó los ojos de su PSP y Ramón dejó de masticar por un segundo, observándola atónito. Begoña recuperó la compostura y le quitó los cascos a su hijo.
–Ve a por la sal para tu padre, Julio, y deja la puñetera maquinita, que estamos en la mesa.
El resto de la comida hablaron del temporal de lluvia que desde hace días azotaba la ciudad.
El sofrito se le había quedado pegado a la sartén. La puso a remojo con agua caliente y jabón y mientras tanto limpió las botas. Estaban perdidas. Le llevó un rato sacarles bien la mierda. Las cepilló y les dio brillo. Cuando entró de nuevo al salón para pasar la bayeta a la mesa, Ramón ya se había quedado dormido en el sofá con la tele puesta. Una periodista hablaba de las inundaciones. En varias ciudades, el granizo había golpeado tan fuerte que incluso había roto la luna de algunos coches. Se asomó a la ventana para contemplar las nubes grises que anunciaban tormenta y aterrizó la mirada en el suelo, donde seguían reventadas las albóndigas. Empezaron a caer las primeras gotas y, en silencio, comenzó a llorar.
Paula!!!!
Eres una maga jugando a describir.
«La sencillez -decía Azorín- es cuestión de estilo. Tú rebosas estilo y…arte.
Mis felicitaciones y todo el ánimo del mundo para ti.
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Que no tengas que ver caer albóndigas por la ventana paula
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